Publicado
- 9 min read
Cuando la normalidad duele: filosofía sobre crianza, traumas y diferencias

Mi infancia no fue de esas que se recuerdan con ternura. No era un infierno total, pero se sentía como vivir con la alarma siempre encendida. Mis viejos se gritaban todos los días.Yo me escondia en el cuarto llorando, como si eso pudiera tapar el ruido. Con el tiempo, mi hermano empezó a pegarme. No fue de la nada. A él también lo criaron en la misma olla a presión, tal vez incluso peor, depende de quién lo vea. Pero igual me dolió, porque yo esperaba que me cuidara. Y porque en vez de tener infancia, tenía que hacer de adulta.
Me acuerdo una vez que pedí ayuda con una tarea, mi mamá me lo dijo mientras miraba la tele, como si esa forma de explicar o alzar esas palabras me fuera a caer la iluminación divina, tal vez con mi hermano funcionaba pero claramente conmigo no. No entendía nada. Hacía mal la tarea y me sentía estúpida. En la escuela, leer en voz alta era un suplicio. Tenía dislexia y nadie lo sabía, ni yo misma. Me costaban las letras, los sonidos, las figuras, las matemáticas eran un monstruo debajo de mi cama. Pero en vez de ayuda, recibía burlas y correcciones con fastidio. Para muches docentes, yo era la vaga, la que no presta atención. Y en mi casa, la que era boluda o “no sirve para nada”.
Acá no hay exageración. Hay memoria. Y una necesidad inmensa de poner en palabras todo eso que me hicieron creer que no era importante.
Me refugié en la computadora, mis llantos fueron escuchados por las metaforas de filosofos, como si ellos supieran lo que me estaba pasando. Fue un antes y después haber descubierto la filosofía, una vez en mi vida pude entender lo que estaba pasando. Pero, incluso leyendo y sabiendo de filosofía, no era suficiente para ser escuchada.
La normalidad era doloroso
Michael Foucault decía que la normalidad es una herramienta de control. Lo que se sale de lo esperable, se corrige. Se castiga. Se deja afuera. Y eso sentía yo. Que si no era rápida, flaca, inteligente, prolija y callada, no servía. Que si no me esforzaba el triple, no valía. Mi casa fue el cultivo de ese pensamiento, se sembró y lo viví en todos lados donde yo iba. Me hace pensar hoy en día, ¿fue realmente así la imagen que la gente esperaba de mí o solo fueron palabras implantadas?
Pierre lo explica desde otro lado: la familia y la escuela no solo enseñan, también reproducen desigualdades. En mi casa eso se notaba: a mi hermano se le permitía todo: a mí todo se me exigía. Como hija mujer tenía que ser el ejemplo, aunque me costara respirar.
Y si me ocurriese hablar, aprendí que levantar la voz era la única manera de ser escuchada. Como si ser suave fuera sinónimo de estar equivocada. Como si el amor tuviera que venir con miedo para que sea real.
No soy un error
Tengo dislexia. No fue por error cuando mi profesora de matemática de la carrera me dijo que “tenga cuidado con la dislexia”, palabra que nunca escuché pero me llamó la atención. ¿Qué es la dislexia? busqué en Google en su momento, le dije a mi mamá y, después de estudios, salió a la luz una verdad que nunca supe, tengo dislexia. Pero para cuando lo supe, ya habia cargado encima años de sentirme un error. Carlos Skliar dice que la diferencia no es un defecto, sino un lugar desde donde mirar el mundo. Y cuando leí eso, lloré. Porque por fin alguien ponía en palabras lo que yo sentía.
No aprendía peor. Aprendía distinto. Pero eso nadie me lo dijo cuando era chica, no es culpa de nadie, en esa epoca no había fácil acceso a la información y era más fácil decir “no seas vaga” que atender. Simone Weil decía que la atención es la forma más pura de generosidad. Y en mi vida, esa generosidad brilló por su ausencia.
Escribir, incluso con las letras enredadas, se volvió mi forma de recuperar mi voz. Porque si la digo yo, con mis palabras, ya no me la puede corregir nadie.
Ser adulto no borra memorias
Cuando creces, muchos esperan que “superes” las cosas. Que perdones, que entiendas, que no te victimices. Pero no es tan simple. Hannah Arendt dijo que perdonar es un acto politico. No es un “ya fue”, es una decisión consciente de no seguir cargando con lo que no te toca.
Mis padres cambiaron. Se separaron. Hicieron terapia. Me pidieron perdón. Y eso lo valoro. Pero también me dolía. Porque mientras elles seguían con su vida, yo tenía que reconstruir pedacito por pedacito la mía. Ahora que soy adulta, puedo ver todo con más distancia, pero también con más firmeza.
Ya no tengo ocho años. Ya no tengo que quedarme callada. Ya no tengo que tolerar que se me grite, que se me subestime, que se me imponga un rol. Ser hija no me convierte en propiedad. La adultez me dio una herramienta nueva: el límite. Y aunque me tembló la voz mil veces al ponerlo, aprendí a decir “esto no lo acepto” no es una falta de amor, sino una forma de dignidad. Una que aprendí a no tener.
Pero también vi otra cosa. Vi cómo, sin querer, me salía repetir lo mismo. Gritar, desacreditar, reaccionar desde la heridad. A veces cuando discutía con mis viejos o con cualquiera, me descubrí diciendo las mismas frases que tanto odié. Y eso me partía. Porque también entendí que el dolor no procesado se transforma en castigo. Y yo no quiero castigar a nadie. Ni convertirme en lo que me hizo daño.
Paul Ricoeur decía que perdonar no es olvidar, es transformar la memoria. Y eso es lo que intento. No negar lo que pasó, sino nombrarlo. Habitarlo. Y desde ahí, elegir qué quiero cuidar y qué no quiero repetir.
Hablar = Cuidarme
No escribo esto para castigar a nadie. Lo escribo para no seguir heredando el silencio. Bell Hooks dice que el amor y la justicia no se oponen. Yo quiero poder amar sin tener que callar. Quiero poder decir: “esto dolió” sin que eso me convierte en desagradecida.
No soy el error que me hicieron creer. Soy alguien que me aprendió a pensar con las palabras que le negaron. Alguien que se cansó de justificarse. Que elige contarlo porque a veces eso solo ya es una forma de sanar.
Aún así los adoro y los quiero
Mis padres no son monstruos. Son personas, como cualquiera, que hicieron lo que pudieron con lo que sabían. Y también cambiaron. A su manera, me cuidaron.
Puedo pasar toda una vida describiendo los logros de cada une pero les doy un retrato “chiquito” que para mi significa mucho de cómo son ellos realmente. Cómo son sus reflejos en mis ojos de ahora.
Mi mamá es una luchadora de la vida. Salió adelante sola más veces de las que puedo contar. Se cayó mil veces y siempre se levantó con una sonrisa. No siempre supo cómo cuidarme o entenderme si quiera, pero logró cumplir sus sueños. Y eso también es algo que me enseñó. Ella fue y es mamá pero también una mujer con sus propios sueños, derrotas y ambiciones. Me enseñó a nunca renunciar lo que uno se siente que es genuino.
Mi papá, aunque muchos lo juzguen como el “malo”, es un tipo sabio, siempre admiré que nunca fue o se sintió como una oveja más del rebaño y nunca tuvo miedo de decir lo que piensa (por más que muchos no lo tomen en serio). No entra en la categoría de padre tradicional, pero nos dio enseñanzas que todavía me acompañan. Hizo lo que pudo con las herramientas que tenía. Y eso, con el tiempo, aprendí a valorarlo.
Mi hermano…bueno, hizo cosas que me dejaron marcas que no me interesa romantizar. No me sale hablar de él como si nada. Él sabe lo que hizo. Y con eso tiene que convivir. Pero, más allá del quilombo, aprecio las veces que me cuido y se hizo cargo de mí cuando esas responsabilidades no tuvieron que recaer en él, siendo un niño también.
Ahora…¿Qué piensa Auri?
No hay una sola forma de haber sido hija, ni una sola forma de sanar. El pasado no se borra, pero tampoco tiene por qué dictarme el futuro. Mi historia no es la peor ni la mejor, pero es mía, y eso basta para merecer ser contada. Crecer no es olvidar: es recordar distinto. Con dignidad, con cuidado, con más herramientas que las que me dieron.
Y sobre todo pienso esto: que a pesar de todo, tengo la capacidad de elegir. De no repetir. De hablar. De amar sin tragarme la lengua. Y de escribir para no quedarme sola en lo que viví.
Por si me leen…
A mamá y papá: si en algún momento llegan a leer esto, quiero que sepan que no es un reproche. Es un intento de entender. De soltar lo que me pesó. De decirlo con palabras porque el silencio me dolió mucho tiempo. No escribo para lastimar, sino para respirar.
Sé que hicieron lo mejor que pudieron. Sé que cambiaron y que, a su manera, siempre quisieron cuidarme. Todo lo que aprendí también tiene que ver con ustedes. Y eso lo agradezco. Gracias por permitirme, aunque sea de a poco, hablar de esto con amor y sin miedo. Los amo.
Recursos para seguir pensando
⭐ Sobre poder, normalidad y disciplina:
- Michel Foucault – “Vigilar y castigar”
- Pierre Bourdieu – “Los herederos”
- Jacques Rancière – “El maestro ignorante”
⭐ Sobre cuidado, trauma y vínculo:
- Donald Winnicott – “Realidad y juego”
- Gabor Maté – “El mito de la normalidad”
- Carol Gilligan – “In a Different Voice”
⭐ Sobre infancia, diferencia y educación:
- Carlos Skliar – “Pedagogía de las diferencias”
- Simone Weil – “La gravedad y la gracia”
⭐ Sobre memoria, perdón y adultez:
- Hannah Arendt – “Entre el pasado y el futuro”
- Zygmunt Bauman – “Amor líquido”
- Paul Ricoeur – “La memoria, la historia, el olvido”
⭐ Sobre amor, verdad y justicia:
- Bell Hooks – “All About Love: New Visions”
Gracias por leer. Ojalá que algo de esto te abrace.
Si algo de esto te resonó, te abrazó o te incomodó, podés escribirme. A veces pensar acompañades también es una forma de sanar.
auristeladiazluna@gmail.com